Ciertos días, en sus salidas por el barrio, se siente desapercibida para el mundo que la rodea. Parece que fuese difuminada en el paisaje. Un ente invisible a todos los transeúntes con que se cruza en el camino. Sabe que está ahí porque oye el repiqueteo de sus zapatos de tacón torturando la acera. Escucha su respiración agitada y, de fondo, el latido porfiado del corazón. Sabe que está ahí porque, además de los olores característicos de la localidad, también huele la fragancia, natural y artificial, que su piel por el esfuerzo exhala. Sabe que está ahí porque su sombra, jugando con el sol, la precede. En ocasiones, para cerciorarse, hasta acaricia con sus dedos las paredes encaladas de las viviendas junto a las que transcurre su caminata. Pero con todo eso, aún se siente incorpórea para los habitantes de la ciudad.
En cambio, otros días, hoy ha sido uno de ellos, presiente que todos a su paso la divisan: el albañil que, al oír los femeninos pasos, no duda en dejar endurecer la argamasa y asoma la nariz por entre los huecos de la construcción
para curiosear y, de paso, lanzar algún requiebro; afortunadamente, en este caso, nada soez y que viene bien a estas altitudes de la edad, para dorar el ego; el repartidor de flores, en los brazos acunando varias varas de nardos, que se hace a un lado para dejar libre el camino; el peluquero que, mientras corta el cabello a un anciano, de vez en cuando, mira a través del escaparate, quizás ansiando que llegue una clientela más pudiente; una vieja amiga que compra un cupón de la once y con ademanes, más que con palabras, le da los buenos días; el señor de espalda encorvada y pelo blanco, que cada mañana acostumbra a leer el periódico a la vez que desayuna en la terraza de la popular cafetería; la simpática farmacéutica, siempre con la sonrisa al aire e incluso el marido, tan serio que parece y se le escapan los ojos tras cualquier falda.
Todos reparan en ella y alguno hasta le dedica un jovial saludo que, reconocida, repone. Y en ésas se pregunta a qué es debido tanta atención en esta jornada, calcada a otras y, tras elucubrar un rato, deduce que la razón la tiene el ruido infernal que su nuevo carrito de la compra produce al trotar sobre las cuadriculas de la acera.
© Trini Reina
1 comentario:
Doy fe de que, el carrito de esa mujer, hacía un ruido infernal :):):)
Besos primo y gracias por traerme a tu casa.
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